ALBERTO RECIO
Los cambios en las políticas laborales de las empresas han estado acompañados de importantes modificaciones en las políticas de regulación del mercado laboral. Sin duda, las más sustanciales han sido las reformas laborales en materia de contratación, protección al empleo, flexibilidad (…). La clase obrera española ha vivido en la «montaña rusa» de la reforma laboral permanente. La situación recurrente de crisis y cierres empresariales, así como la internacionalización de las actividades productivas, han hecho creíble la idea de competitividad económica que constituye el sustrato legitimador de muchas políticas laborales.
INTRODUCCIÓN
CORRESPONDIENDO a la invitación de Gaceta Sindical presento aquí una versión revisada de un artículo que publiqué hace cuatro años en la revista Mientras Tanto con el título «¿Qué fue de la clase obrera?», formando parte de un número dedicado a analizar las transformaciones sociales y laborales que habían experimentado las clases trabajadoras en España (2005). El paso del tiempo obliga a matizar alguna de las afirmaciones que allí se sustentaban, aunque creo que en lo sustancial las cuestiones planteadas siguen vigentes. Y, en el actual contexto de crisis sistémica deben ser repensadas si queremos construir alternativas que nos alejen de la catástrofe (o de la «barbarie» como habrían expresado alguno de mis pensadores de referencia).
Hace cuatro décadas la clase obrera estaba «de moda» en los anales académicos y en la vida social. En algún momento parecía que la salida del modelo social levantado tras la Segunda Guerra Mundial (lo que unos apodan keynesianismo y otros fordismo) iba a dar lugar a una sociedad con más justicia social y más derechos y protagonismo social del mundo del trabajo. La historia se torció, no es el espacio para discutirlo. Lo cierto es que a principios de la década de los 80 la moda intelectual era la de referirse a la desaparición de la clase obrera, tal como apuntaba el polémico ensayo del izquierdista André Gorz «Adiós al proletariado». En poco menos de una década la clase obrera había pasado de ser un grupo social, al que se le atribuía un potencial de creación de una nueva hegemonía social, a prácticamente esfumarse de la escena socio-política.
La idea de una clase con proyecto alternativo tenía su origen en la tradición marxista. Entre las muchas formulaciones de Marx había dos previsiones que, en cierta medida, sustentaron buena parte de la tradición marxista posterior por lo que respecta a la evolución social de las clases. La primera es que la evolución del capitalismo tiende a polarizar la sociedad y a concentrar la propiedad de los medios de producción en un sector social reducido. Esto es, se disuelven las formas de propiedad mixta y la mayoría de la sociedad pasará a depender de sus ingresos salariales para subsistir. Con algunos matices, creo que esta primera previsión se ha cumplido con bastante precisión y se refuerza allí donde el capitalismo se desarrolla. La segunda hipótesis era que esta polarización generaría, de por sí, una nueva mayoría social homogénea, que al percibir la naturaleza de la explotación capitalista apostaría por un cambio social. El mismo Engels llegó a suponer que esta clase obrera homogénea podría imponer el socialismo por vía pacífica, en la medida en que su mayoría social se tradujera en una mayoría parlamentaria de los partidos socialistas. Hoy resulta evidente que esta segunda previsión no se cumplió, que la construcción de las estructurales sociales era mucho más compleja de lo que habían pensado los primeros marxistas y que para entender las dinámicas sociales se requería contemplar más elementos.
No deja de ser paradójico que en el mismo período en que se producía la crisis de la visión clasista de la sociedad se estaba desarrollando un importante debate intelectual, el de la segmentación del mercado laboral; que a mi entender abría una importante vía de análisis para comprender la complejidad de las estructuras sociales de las clases asalariadas y las contradicciones de las políticas de izquierda. Libros como el de Gordon et al. (1982) constituyen un primer y valioso intento de entender las dinámicas de diferenciación social que podían explicar por qué un grupo tan mayoritario como el de los asalariados, puede no tener ni una identidad común, ni sustentar un mismo proyecto social. Siempre he considerado que entender esta complejidad constituye uno de los elementos básicos para desarrollar políticas que nos acerquen a un modelo social más justo y eficiente (entendida la eficiencia como la capacidad de satisfacer las necesidades básicas y el desarrollo de proyectos de vida autónomos).
En esta nota no voy a entrar en el fondo del debate teórico. Simplemente trataré de mostrar en qué medida los cambios en la estructura social y productiva española influyen en la generación de diferencias —objetivas y de aspiraciones— de las clases trabajadoras; y, por tanto, detectar elementos de fractura social que solo pueden soldarse con proyectos sociales diferentes.
Unas diferencias en las que no sólo influyen las condiciones laborales objetivas, sino también los elementos e instituciones que contribuyen a generar imaginarios sociales.
TRANSFORMACIONES DE LARGO RECORRIDO
La estructura laboral española ha experimentado una enorme transformación en las últimas décadas. Conviene subrayar algunos rasgos que indican líneas de cambio profundas, aunque en algunos casos estas tendencias experimentan giros más o menos coyunturales, como veremos a continuación.
La primera cuestión es la relación de las personas con el trabajo mercantil (hay otro trabajo, socialmente relevante que la economía convencional y las estadísticas laborales no consideran: el trabajo doméstico-familiar, el trabajo social no mercantil). La tasa de actividad global ha crecido, aunque lo más significativo lo constituyen los cambios en los comportamientos sociales cuando se consideran los aspectos de género y edad. En conjunto, ha decrecido la participación laboral de los hombres y ha aumentado la de las mujeres.
Al mismo tiempo, se ha producido una reducción de las tasas de participación en las edades extremas de vida laboral. Aunque, como se comprueba en la Tabla 1, esta «retirada» de jóvenes y trabajadores mayores se ha reducido en el período 2004-2008 coincidiendo con la última fase de crecimiento del empleo.
Lo que obliga a pensar que parte de esta evolución se explica por el efecto «trabajador desanimado», y que no es otro que el hecho de que un porcentaje de la población se retire del mercado laboral cuando las perspectivas de encontrar un empleo son escasas y vuelva a él cuando la coyuntura mejora. En el caso de los trabajadores de avanzada edad es posible que su comportamiento tenga bastante que ver con políticas de «expulsión» del mercado organizadas por las propias empresas (prejubilaciones, no contratación de gente mayor); políticas que se frenan cuando la demanda tira y hace falta mano de obra. Una cuestión crucial a tener en cuenta a la hora de discutir sobre el alargamiento de la edad de jubilación es si esta retirada es involuntaria; pues las recesiones generan retiradas involuntarias que acaban
TABLA 1. Tasas de actividad
Año Total Hombres Mujeres Menores Mayores
de 25 años de 55 años
1976 52,1 78,0 28,8 57,4 29,8
2004 55,9 67,9 44,6 50,2 17,8
2008 59,7 69,6 50,2 52,4 22,4
Tasa actividad = activos/población en edad trabajar x 100.
FUENTE: INE Base.
generando pensiones de miseria para el resto de la vida. En conjunto, los aspectos esenciales son dos: por un lado, una reducción sensible de las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres; y un acortamiento de la vida laboral, por otro. Esta última transformación puede apuntar a una menor centralidad del trabajo en la vida de mucha gente y a una mayor importancia de otros elementos de relación social.
En segundo lugar (Tabla 2), el desarrollo capitalista en España sigue generando una continua ola de asalarización, pareciendo cumplir la profecía marciana de la creciente polarización social entre propietarios de los medios de producción y proletarios. Ciertamente, la mayoría de la gente necesita un empleo asalariado para obtener ingresos con los que subsistir y generar derechos sociales para los períodos de inactividad (paro, jubilación, enfermedad). Una buena parte de esta fuerte reducción de la «pequeña burguesía propietaria» se explica por la evolución de dos sectores: la agricultura y el comercio. La primera es una actividad que, al calor del cambio tecnológico, ha experimentado una verdadera destrucción masiva de empleo (y la concentración subsiguiente de tierras ha generado también aquí un mayor peso del empleo asalariado). En cambio, en el comercio lo que ha ocurrido es el paso de una actividad dominada por pequeñas empresas familiares al predominio de cadenas comerciales que emplean a miles de personas, en lo que constituye un caso ejemplar de expansión del gran capital. Estas cifras pueden chocar a menudo con la imagen del crecimiento de los falsos autónomos. Ciertamente estos existen (en el cuadro 3 puede verse cómo esto incide en actividades como la construcción) y en determinados sectores es posible advertir su presencia, pero globalmente este efecto de «externalización» de determinados empleos no llega a contrarrestar el hundimiento de las actividades habituales de empleo autónomo.
Una cuestión interesante es la evolución del empleo público. De acuerdo con los datos de la EPA parece haber tenido una evolución parabólica; una larga oleada de crecimiento, incluso bajo los Gobiernos pretendidamente «ultraliberales» del Partido Popular, donde la contención del empleo estatal fue contrarrestada por el crecimiento en las autonomías y entes locales. Y una fase final donde el empleo público vuelve a ceder protagonismo. Algo que se explica tanto por el papel que han tenido la construcción y los servicios privados (hostelería, servicios empresariales) en la última fase de crecimiento, como por el creciente recurso de las Administraciones Públicas a la externalización de los servicios públicos, lo que genera un nuevo ámbito «parapúblico» donde existe una clara dicotomía entre la responsabilidad última de la gestión y la financiación, por un lado, y la gestión laboral, por otro. Como es conocido, esto explica, por ejemplo, el fuerte crecimiento del empleo temporal en el empleo público y parte del crecimiento del empleo privado en algunos servicios, especialmente en el sector sociosanitario.
Los cambios en el empleo público no se limitan sólo a su impacto cuantitativo; se advierte asimismo un importante proceso de feminización del empleo público, asociado tanto a la práctica eliminación de la empresa pública industrial en la década de los 80, como al crecimiento de servicios públicos que emplean a un gran número de mujeres. Un estudio más detallado del empleo público mostraría, además, que esta evolución ha sido crucial en la generación de empleo para mujeres con altos niveles educativos, lo que sugiere que la evolución del sector público ha tenido, además, una función de apuntalamiento de las clases medias asalariadas al favorecer la consolidación de unidades familiares con dos ingresos y al ofrecer posibilidades de una cierta carrera profesional a estas mujeres educadas.
El freno al crecimiento de los servicios públicos, su mayor precarización vía contratos temporales y externalización pueden tener, por tanto, consecuencias sobre la composición y comportamientos de la población asalariada.
TABLA 2. Asalarización pública y privada
Tasa asalarización Porcentaje asalariados públicos
Año Total Hombres Mujeres Total Hombres Mujeres
1976 69,3 72,4 61,4 15,3 15,3 15,4
2004 81,6 79,3 85,3 20,2 16,7 25,2
2008 82,5 79,3 86,9 17,4 14,5 21,2
Tasa asalarización = asalariados/ocupados x 100.
FUENTE: INE Base.
Un tercer cambio fundamental que afecta al debate sobre las clases sociales lo constituye el de la evolución sectorial del empleo. Durante muchos años se ha identificado clase obrera con empleos manuales, fundamentalmente en la construcción y la industria. En la década de los setenta estos dos sectores agrupaban a casi la mitad de la población trabajadora, y a la vista de la inevitable crisis del empleo agrario, el gran fondo de reserva de la pequeña propiedad, alguien podía pensar que efectivamente estos sectores llegarían a representar una mayoría social (o al menos un grupo con suficiente peso e identidad como para articular a su alrededor al resto de asalariados). Hoy resulta patente que el empleo industrial ha pasado a representar una proporción relativamente reducida del empleo total (y de los asalariados) y la inmensa mayoría de personas dependen de empleos en el magmático sector servicios. ¿Puede hablarse de desindustrialización? Sí, pero de forma no rotunda. Es cierto que el empleo industrial ha reducido tanto su peso relativo como su nivel de empleo absoluto (unos 250.000 empleos netos en el periodo analizado, un 7,2% del total), pero es posible que una parte importante sea sólo un efecto estadístico provocado por la creciente subcontratación de actividades, lo que lleva a contabilizar como empleados de servicios a gente que trabaja realmente en empresas industriales.
Por ejemplo, los empleados que mueven los coches al final de la cadena de montaje de Seat antes eran empleados de la empresa y constaban como trabajadores del metal, ahora lo hacen para una subcontrata de aparcamientos y figuran como empleados del transporte o de servicios a empresas, sin que su actividad material y su lugar de trabajo haya variado; lo mismo que ocurre con los empleados por las ETT. Sin embargo, hay datos preocupantes, como es el práctico estancamiento del empleo industrial en la última fase de crecimiento y las amenazas que se ciernen sobre la continuidad de alguna de las empresas (por ejemplo automovilísticas) que constituyen el núcleo de la actividad industria.
Decrezca o no, lo cierto es que la actividad industrial ha pasado a representar una proporción menor de los asalariados y no parece adecuado seguir pensando en la centralidad de la clase obrera industrial. Curiosamente, el sector de la construcción, que ha visto acrecentado su peso social a niveles insospechados en el resto del mundo, es el que experimenta una mayor resistencia a las diversas formas de empleo autónomo, lo que posiblemente influye en las culturas sociales que predominan en parte de los trabajadores del sector (casi totalmente masculinos) y explica parte de las dificultades de la acción sindical en el mismo.
A lo que apuntan estos datos sucintos es a la existencia de dinámicas contradictorias respecto a las previsiones de los análisis tradicionales de la izquierda (crecimiento de la asalarización y pérdida de importancia del empleo industrial, reducción de la centralidad del trabajo en la vida de los hombres y fuerte feminización, cambios en la estructura del empleo público…), que obligan a pensar en unas clases trabajadoras poco homogéneas, con aspiraciones y expectativas diferentes a los modelos de políticas tradicionales.
EL PESO DE LA EXPERIENCIA Y LAS TRANSFORMACIONES DE LA ORGANIZACIÓN LABORAL
La comparación de datos de dos períodos alejados en el tiempo nos da pistas de algunas variaciones relevantes, pero no nos informa del proceso que ha tenido lugar entre estas fechas. Y este proceso puede explicar bastantes cosas por cuanto genera trayectorias, construye experiencias, produce imaginarios...
Y cuando se toma perspectiva se advierte que han pasado muchas cosas que han conformado la estructura social. Son procesos diversos, a veces contradictorios y que, dada la enorme segmentación de condiciones laborales, son vividos de forma muy diversa por sectores diferentes de la clase trabajadora.
En primer lugar, la experiencia de paro masivo, asociado a fases de intensa destrucción de empleo en el período 1976-1985 y 1992-94. Esta ha sido sin duda una experiencia brutal, que ha afectado a la mayor parte de familias trabajadoras, que ha jugado un papel importante como disciplinador de las nuevas cohortes de jóvenes que llegan a la vida laboral y que explica la elevada tolerancia de nuestra sociedad con el empleo precario y las condiciones laborales degradas. Ya lo había pronosticado Michael Kalecki en 1943): o el capitalismo daba paso a un nuevo modelo social o los capitalistas favorecerían políticas de desempleo masivo para, entre otras cosas, disciplinar a la clase obrera. Que el deterioro del empleo fuera mayor en España que en otros países se explica por la peculiar estructura económica del país, con su modelo histórico de desarrollo y con la naturaleza de sus clases dirigentes.
Una economía basada en bajos salarios, miniempresas, bajo desarrollo tecnológico, dependencia de grandes empresas foráneas... que tiene difíciles respuestas cuando se impone la apertura exterior; al tiempo que los grandes grupos locales se embarcan en actividades basadas en el empleo precario (construcción, turismo…) o se concentran en la intermediación especulativa, finanzas y gestión de servicios colectivos privatizados que no es capaz de generar empleo suficiente y de calidad.
En el plano de las conciencias, tan importante para mí ha sido —como la generación de paro masivo— el tipo de explicaciones que se han desarrollado para explicar, y a menudo legitimar, la situación. Los discursos más insistentes para explicar el desempleo se han concentrado, en primer lugar, en el paro tecnológico, en la existencia de innovaciones técnicas que acabarían haciendo redundante el propio trabajo humano. Y en una segunda versión más sofisticada, según la cual sólo eran realmente imprescindibles las personas con alta formación técnica, mientras que el resto de actividades eran sustituibles no sólo por cambios técnicos sino también por competidores de países pobres. En resumen se venía a decir que gran parte de la gente trabajadora era residual, era excluible, que sus saberes eran redundantes (si es que alguna vez habían valido algo) y que «el capital de las manos» —que una vez utilizó el PSUC como reclamo electoral— había quedado obsoleto (Recio, 2002). Creo que pueden detectarse gran número de trabajos y formulaciones teóricas que abundan en esta dirección (desde el «Adiós al proletariado» de Gorz (1982), hasta la sociedad de los dos tercios, pasando por las formulaciones de Reich (1993) y Castells (1999), y la popularizada «fin del trabajo» Rifkin (1997)), autores que, si bien no leen la mayoría de asalariados, han contribuido a generar el discurso de políticos, trabajadores sociales, líderes sindicales y emisores de opinión en los medios de comunicación de masas. A menudo sectores de la izquierda, empeñados en demostrar la inviabilidad del capitalismo, se han apuntado a estos discursos (por ejemplo, todo el debate sobre la jornada de 35 horas ha estado marcado por la idea de «reparto del trabajo» en lugar de plantearse en el plano de la alternativa de vida social); y, en mi opinión, han contribuido a reforzar la idea de marginalidad de la clase obrera. Y en un mundo de triunfadores mediáticos no hay nada que genere tan poco atractivo como la figura del perdedor.
Es evidente que en este proceso ha sido la situación objetiva, el paro de larga duración experimentado por millones de personas, lo que ha tenido un papel preponderante, pero este efecto se ha reforzado por el tipo de discurso empleado a la hora de explicar lo que estaba pasando.
El desempleo mismo ha adquirido formas diversas. En muchos casos ha estado asociado a la entrada o reingreso al mercado laboral de jóvenes de ambos sexos y mujeres adultas; un largo proceso en el que han proliferado los empleos de corta duración, los cursillos de formación y preparación al empleo (a menudo una fuente importante de adoctrinamiento e individualización), los tiempos muertos... En otros, se ha relacionado con cierres y reconversiones industriales, en los que realmente se ha hecho creíble que uno vale muy poco frente a directivos y máquinas. Una situación que, en sí misma, ha generado experiencias desiguales en función de la edad y el tipo de empresa en el que se trabajaba.
Para la mayoría de personas de edades medianas se tradujo en un trágico peregrinar en busca de una nueva vida, en una sensación de inutilidad, en muchos casos en una reconversión profesional exitosa pero que en otros ha acabado en empleos de peor calidad. Para la gente mayor de 50 años las reconversiones han sido mayoritariamente un camino hacia la expulsión del mundo laboral. Relativamente buena y hasta gozosa para los empleados de grandes empresas (banca, eléctricas, Telefónica, empresas públicas en reconversión) debido a las condiciones de prejubilación, pero claramente empobrecedora para el resto que sólo ha tenido acceso a una prestación contributiva que le condena a una pensión mínima para el resto de los días.
El desempleo ha estado asociado a una profunda transformación de las formas de organización de la empresa capitalista. Una transformación que sigue líneas diferentes en cada empresa o sector, pero que suele concentrarse en líneas como la externalización de actividades (y la consiguiente fragmentación de unidades de trabajo), el recurso al empleo temporal y a los circuitos de empleo informal, y a nuevas pautas de gestión de personal orientadas a individualizar y generar presión sobre el comportamiento de cada empleado. Básicamente ha sido un proceso de transferencia de riesgo desde las empresas a los asalariados y de aumento del control sobre los mismos. (Recio, 2001). No voy a extenderme en este campo, porque está bien explicado en numerosos trabajos, en la propia Gaceta Sindical, sobre precariedad, individualización, cambio en los sistemas de relaciones laborales, etc,. Simplemente subrayar que también aquí hay excepciones. Destaca en este caso el sector público como un campo donde esta situación se ha dado en menor proporción. En la medida que el empleo público ha crecido se ha convertido en un espacio de asilo al alcance de las personas con una titulación adecuada para acceder a sus puertos de entrada.
Y en todo caso, en un asilo precario por cuanto la cultura de la externalización también cuaja entre los gestores políticos y en los últimos años hemos podido presenciar que mientras el empleo temporal se reducía moderadamente en el sector privado, éste aumentaba espectacularmente en el público (por ejemplo, ver el número especial de Sociedad y Utopia (2007), dedicado al tema de la precariedad).
Los cambios en las políticas laborales de las empresas han ido acompañadas de importantes modificaciones en las políticas de regulación del mercado laboral. Sin duda, las más sustanciales han sido las reformas laborales en materia de contratación, protección al empleo, flexibilidad. (Standing, 2002). No sólo por su impacto real, al favorecer el empleo temporal y reducir la protección individual del empleo, sino también por la intensa campaña propagandística realizada para promover, imponer y justificar estos cambios, que sin duda han tenido efectos culturales importantes. La clase obrera española ha vivido en la «montaña rusa» de la reforma laboral permanente. La situación recurrente de crisis y cierres empresariales, la internacionalización de las actividades productivas han hecho creíble la idea de competitividad económica que constituye el sustrato legitimador de muchas políticas laborales. Pero la regulación del mercado laboral español no se limita a las políticas de reducción de derechos. Al mismo tiempo que se producía ésta, tenía lugar un proceso contradictorio de institucionalización de la intervención sindical en planos diversos. Algunos francamente positivos, como el carácter cuasi público de los convenios colectivos sectoriales que dan una cierta protección a trabajadores y trabajadoras de pequeñas empresas (por esto la patronal y los economistas neoliberales insisten en pedir la reducción de la negociación colectiva al nivel de empresa, como ocurre en partes del mundo anglosajón). Otros más discutibles, de participación sindical en múltiples organismos, como contrapartida a concesiones en el plano real y cultural. Ciertamente esta institucionalización ha permitido mantener algunos derechos, pero a cambio ha tenido dos costes importantes: a) el de institucionalizar el propio discurso sindical, eliminando su contenido más crítico y anticapitalista, b) y más importante, contribuyendo a configurar un sindicalismo de representantes profesionalizados por encima de una implicación activa en la lucha sindical, una participación que requiere no sólo propuestas reivindicativas, sino también valores culturales alternativos. Y a pesar de todo ello se han dado numerosas movilizaciones y varias huelgas generales, lo que por sí sólo indica la subsistencia de un sustrato de conciencia de clase y de acción sindical alternativa que, a menudo, pasan por alto tanto algunos análisis académicos como, especialmente, los críticos radicales del sindicalismo.
Cambios sociales
Las transformaciones del mundo laboral constituyen un elemento importante de la conformación de las clases sociales, pero no permiten entender completamente los procesos de transformación. La vida de la gente no se acaba en el empleo mercantil. Y las mismas transformaciones pueden valorarse de formas diferentes en función de los parámetros políticos, culturales, morales con los que se juzgan. Creo que aquí ha estado una de las mayores limitaciones de muchos análisis pretendidamente marxistas (para entendernos, los que practicábamos en la mayoría de grupos políticos de nuestra juventud): la de limitar el análisis de los procesos al campo de la economía y el trabajo mercantiles, sin ponerlo en conexión con el resto de estructuras que actúan sobre los grupos sociales.
Y cuando ampliamos el campo de visión vemos que también allí han ocurrido cambios relevantes.
Sin duda, uno de los procesos más importantes de cambio ha sido el de la masiva escolarización. La clase obrera de la década de los sesenta era fundamentalmente un grupo social iletrado, con una experiencia escolar reducida y donde no faltaban los analfabetos. Los centros de enseñanza secundaria eran prácticamente inexistentes en los barrios obreros de las grandes ciudades y en el mundo rural. Treinta años después las cosas han cambiado bastante. La red escolar en primaria y secundaria cubre prácticamente todo el país y la universidad se ha masificado. Si nos limitamos a la población activa, el grupo de analfabetos y sin estudios ha pasado a ser un grupo marginal y ha crecido el porcentaje de los titulados superiores y las personas con enseñanza media completa. Los iletrados se reducen mayoritariamente a la población jubilada, y aún en estos sectores las escuelas de adultos han realizado una valiosa función de alfabetización. ¿Cómo ha afectado esta experiencia? Seguramente de forma variada. Sin duda, aunque el sistema educativo tiene muchas deficiencias y estas tienen un evidente sesgo clasista, el nivel cultural de las nuevas generaciones de trabajadores es mayor que nunca y una buena proporción de jóvenes de clase obrera ha accedido a empleos que en otro tiempo eran impensables.
Es posible que exista algo de lo que algunos analistas consideran «sobreeducación»: la existencia de sectores de la clase trabajadora con niveles educativos superiores a lo que requieren sus empleos (debajo del concepto subyace el temor a que una clase trabajadora culta exija cambios radicales) (Oliver, 2005).
Pero al mismo tiempo que han tenido lugar estos efectos positivos, la extensión del sistema educativo ha tendido a laminar los contornos de clase y a legitimar nuevas formas de desigualdad. El hecho que todo el mundo pase por el sistema educativo y que en él se produzca una selección individual facilita que la posición que alcanza cada persona se valore en términos de sus propios méritos. Es evidente que en todos los sistemas educativos la selección no es socialmente neutral por razones diversas: desigual distribución de recursos materiales y culturales en el entorno familiar y vecinal, inadecuada dotación de los centros públicos destinados a clase obrera (reforzada por los mecanismos de marginalización que genera la escuela privada al enviar a la pública a niños y niñas que se supone problemáticos), implicación del profesorado con el entorno, sesgos sociales en la evaluación, etc. Pero estos son raramente considerados por la sociedad o por los propios individuos, con lo que al final la selección se entiende como una mera recompensa al mérito y cada cual se identifica con sus propios resultados: fracasados por su pereza o incapacidad unos, exitosos por su talento o esfuerzo otros. Con ello se legitiman las desigualdades sociales que en muchos casos se arrastrarán el resto de la vida. Lejos de fortalecer la capacidad de análisis colectivo de la clase trabajadora, el sistema escolar tiende más bien a favorecer el desclasamiento de los jóvenes más talentosos o más hábiles a la hora de superar los filtros, generando nuevas fracturas sociales entre grupos de asalariados. No es casualidad que hoy el mayor debate que existe sobre la desigualdad es el planteado en términos de género, puesto que a la evidencia de una desigualdad flagrante en la situación laboral de hombres y mujeres se suma el hecho de que estas, que en general obtienen un buen rendimiento escolar, se ven sistemáticamente relegadas a puestos secundarios, o simplemente aparcadas en las colas del paro.
La ideología del «capital humano» es quizás una de las que mayor éxito social ha cosechado, dotando de legitimación a muchas desigualdades sociales y limitando una gran parte del debate sobre estrategias de desarrollo social a la extensión y mejora de la educación. Ello es, por ejemplo, evidente en gran parte de las estrategias de empleo, reducidas a meras políticas de formación ocupacional (e ignorando el papel crucial de la demanda; es decir, de la inversión pública o privada, de la regulación de la jornada laboral). Es una ideología que genera buena conciencia entre la gente situada en los estratos asalariados más altos y que impide una discusión seria sobre la importancia de la aportación social de los distintos empleos. Para los sectores de trabajadores que ocupan los segmentos de empleos peor retribuidos, en los que la formación en el puesto de trabajo es a menudo esencial, la cuestión del capital humano deviene en un verdadero «estigma» que convierte a la víctima en responsable de su propia situación.
La otra gran transformación se está produciendo en las estructuras familiares y de género. Cambios que tienen una profunda interrelación con las transformaciones de las pautas demográficas, aunque no sean idénticas. No voy a tratar de explicar las razones que han provocado estos cambios, aunque pueden detectarse diversos factores que los han provocado, desde la pérdida de poder de la iglesia católica sobre las conciencias de la gente hasta la extensión de la escolarización, pasando por la acción cultural del feminismo, o por el impacto de las técnicas de control de la natalidad. También por factores económicos como la creciente incorporación de la mujer al mercado laboral, en parte como una exigencia igualitaria de carrera y también porque el modelo tradicional de división social por género entre «ganadores de pan» y «amas de casa» es insostenible, debido a lo reducido de muchos salarios masculinos y a la inestabilidad generada por el empleo flexible. Sea cual sea la razón, los resultados de estos cambios son evidentes en muchos campos: en el mercado laboral, donde las mujeres quieren participar en plano de igualdad, sin retirarse para cuidar de la familia y accediendo a una carrera laboral parecida a la de los hombres; en las actividades domésticas, donde son crecientes las demandas de reparto igualitario de las cargas laborales (o se sustituyen por una apelación al «mercado» de servicios domésticos); en el de las propias estructuras familiares, como se constata en el crecimiento de las unidades unifamiliares y las recomposiciones familiares a que dan lugar las sucesivas crisis matrimoniales, etc. Y todo ello, en un contexto en el que los propios cambios demográficos, particularmente la prolongación de la vida humana, generan nuevas demandas de cuidados y se utilizan desde el poder como justificación para erosionar los sistemas de prestaciones sociales.
Sin duda, la transformación del sistema de género constituye uno de los cambios que con mayor radicalidad afectan a la propia identidad de clase y a los proyectos reivindicativos. No sólo porque la construcción social de la clase trabajadora se basaba en una concepción muy masculina del trabajo productivo y de los actores sociales del cambio, sino especialmente porque el entero funcionamiento de las sociedades capitalistas reales se sustentaba en este sistema de género que incluía una fuerte división sexual del trabajo (especialización de hombres y mujeres en actividades diferentes, con diferente poder social) y en el papel de la familia como proveedora de servicios «complementarios» y como factor clave de cohesión social. Algo que, sin duda, ha seguido haciendo, como lo muestra la enorme capacidad de la familia mediterránea para evitar que el desempleo masivo de los jóvenes se convirtiera en un completo desastre social. Las demandas igualitarias de las mujeres, aunque sea en su forma más tímida de pedir un empleo digno, provocan una serie de contradicciones que sólo son resolubles con un replanteamiento bastante radical del papel de los diferentes espacios sociales (mercado laboral, sector público, espacio doméstico); un replanteamiento que no tiene una voz clara por cuanto las inercias del sistema patriarcal son poderosas y se refuerzan en la actual fase de hegemonía neoliberal. Esta incapacidad de cambiar se refleja en muchos espacios, como especialmente recuerdan el debate sobre la «conciliación laboral», la nueva pobreza femenina, las persistentes discriminaciones salariales, el doble trabajo... Una situación que en muchos casos está dando lugar a que amplias masas identifiquen las evidentes desigualdades de género y, en cambio, sean incapaces de reconocer las también patentes desigualdades de clase social (algo que habitualmente se suma en el caso de los millones de mujeres empleadas en los servicios, la industria manufacturera o simplemente desempleadas). La discriminación femenina en el mercado laboral no se limita al «techo de cristal» que afecta a las mujeres profesionales cuya carrera esta casi siempre acotada, sino especialmente por el «suelo pegajoso» que constituyen los empleos de bajos salarios y reducido prestigios social en el que están atrapadas la mayoría de mujeres de clase obrera (por ejemplo, Carrasco et al.2003). La reconstrucción de una sociedad alternativa exige pensar los problemas de forma diferente.
En los últimos años la inmigración extracomunitaria constituye una nueva línea de fractura. Aunque los fenómenos migratorios han sido persistentes en la formación de la clase obrera urbana, por primera vez en la historia se ha producido una inmigración masiva de gente de diferentes países. Se trata de una población que llega al mundo laboral condicionada por su estatus legal: sin papeles, con permiso de temporada, con residencia condicionada, ciudadanos de pleno derecho…Situaciones diversas que influyen en la forma de actuar en el mundo laboral, con gran proliferación de situaciones de precariedad forzadas por la combinación del estatus legal y el modelo de contratación laboral.
El contexto en el que ha tenido lugar esta inmigración —una fase de crecimiento del empleo y de absorción de este nuevo colectivo en áreas del mercado laboral no deseadas por la población local (trabajos agrícolas, construcción, hostelería, servicio doméstico y atención a personas mayores...)- ha permitido un proceso relativamente tranquilo, desde el punto de vista de las tensiones sociales. En el caso de los empleos de asistencia personal, la inmigración (básicamente femenina) ha cubierto una buena parte de las necesidades de cuidados de las clases adineradas y de los segmentos más aposentados de los grupos asalariados, restando además presión para el desarrollo de un servicio público adecuado (Pajares, 2002; Parella, 2005).
Si bien la inmigración masiva no se ha traducido en una nueva vía de fragmentación aguda de las clases trabajadoras, no puede menospreciarse que ha generado algunas situaciones de tensión en algunos barrios de clase obrera, casi siempre sobre un trasfondo de racismo larvado. (Aunque el conflicto más fuerte, el del Ejido, tiene más de lucha de clases que de otra cosa). Las cosas pueden ir a peor, si una nueva recesión aumenta el desempleo de estas personas y con ello la presión sobre los recursos públicos en forma de subsidios de paro. De hecho, la mayor fuente actual de problemas tiene que ver con la «concurrencia» de nativos pobres y recién llegados por el acceso a los recursos públicos (plazas de guarderías, becas, ayudas para pobres...) y a la percepción de inseguridad por parte de los nativos. Sin duda no todo es negativo y hay bastantes buenas experiencias de convivencia y acogida, pero para que estas se profundicen también aquí es necesario generar acciones tendentes a reforzar la solidaridad cosmopolita y a desarrollar formas de actuación realmente unificadoras.
Una actividad que tampoco puede hacerse si sólo se piensa en la clase obrera desde la perspectiva del empleo y no se actúa en sus lugares de residencia.
Hay que considerar otros muchos aspectos de la vida cotidiana en los que pueden detectarse cambios importantes; empezando por el hecho de que la clase obrera actual es un grupo social propietario de viviendas y vehículos, lo que en cierta forma ha generado, especialmente en el caso de la vivienda, una cierta cultura del propietario que en las burbujas inmobiliarias se convierte fácilmente en una cultura de la especulación (que conduce a que en muchas luchas sociales tenga más importancia la idea de cómo afecta una cuestión al valor de venta del piso que a una consideración racional de derechos sociales). Un grupo social que está en gran parte «encadenado» al sistema financiero para acceder a esta propiedad. Los cambios no se reducen a los aspectos financieros. Uno de las cuestiones más evidentes ha sido la transformación en las formas urbanas.
Aunque los viejos barrios y ciudades proletarias aún subsisten, se produce una permanente transformación que tiene como uno de sus ejes la creciente desvertebración de los espacios en los que vive la gente.
La zonificación es una cuestión antigua, pero a principios de los años setenta ésta se reducía a zonas residenciales (lo que en la época se llamaban «ciudades dormitorio», ignorando la compleja vida social desarrollada especialmente por las mujeres que pasaban allí su vida entera) y áreas de trabajo (los polígonos industriales, las «citys» de oficinas y comercios). Para las nuevas generaciones la situación es más compleja, muchos han ido a vivir en pueblos y urbanizaciones, los centros de trabajo son distantes y, dada la volatilidad del empleo, a veces cambiantes, las actividades comerciales o de ocio se desarrollan también en otras partes (centros comerciales, áreas de recreo, residencias de fin de semana, etc.), y a menudo los niños se envían a colegios próximos a la vivienda de los padres o abuelos jubilados que se encargan de cerrar el círculo de cuidados... Una parte de la población trabajadora vive una vida espacialmente fragmentada lo que refuerza su aislamiento social y su individualismo, y la dificultad de generar vínculos colectivos. Asimismo, crece el peso de la información recibida a través de los manipulados medios de comunicación de masas. Se han debilitado las formas tradicionales de socialización y ello tiene efectos innegables para la construcción de respuestas colectivas.
La crisis ambiental constituye, al menos en potencia, otro factor de división.
La percepción social del fenómeno es diversa y a menudo contradictoria. Pero la gravedad de los problemas está generando una creciente percepción de muchos de los problemas que englobo en esta categoría: contaminación, calentamiento global, desertización, agotamiento de recursos… Las percepciones sobre la importancia de cada fenómeno difieren, pero también la incidencia de los mismos sobre las condiciones de vida y empleo. Las mismas respuestas a estos problemas afectan a las estructuras del empleo y a la forma como la gente organiza su vida. La diferenciación de situaciones de empleo juega también una influencia básica en las respuestas: mientras que, por ejemplo, para un trabajador de la educación la respuesta puede percibirse como un ajuste en el estilo de vida, para un empleado en una fábrica química puede considerarse una amenaza para sus condiciones de empleo. Este es, por tanto, otro elemento potencial de fraccionamiento social.
Más que una clase social compacta, la población asalariada forma hoy un conjunto heterogéneo de personas, que si bien tienen en común cosas muy fundamentales (la dependencia del empleo asalariado, la imposibilidad de gestionar la incertidumbre, la ausencia de poder real para configurar las cosas de otro modo, una presión creciente sobre su vida cotidiana), difiere en otros aspectos sustanciales de índole objetiva (nivel de ingresos, estabilidad en el empleo, jornada laboral…) y subjetiva en función de su situación de género, nacionalidad, nivel educativo alcanzado, entorno local, etc. Todo ello, en un contexto donde la experiencia del paro masivo y un discurso persistente desde los especialistas académicos y los medios de comunicación sobre la competitividad, la globalización y la redundancia del trabajo común devalúa aún más la conciencia de pertenencia a un grupo social con perfiles propios y capacidad de proyecto social. Por esto, la apelación a la clase obrera tiene cada vez menos capacidad de movilización social y a menudo la denuncia de situaciones concretas, como la precariedad, sólo son entendibles por sectores específicos de este grupo social.
En treinta años no sólo han cambiado las ocupaciones, sino que muchas cosas se han transformado, sin contar la más obvia, la pérdida de un antagonismo al capitalismo que ejerciera de referente utópico. Aunque me inclino a pensar que para la inmensa mayoría de la población trabajadora ya en los años setenta la utopía estaba más en Alemania y Suecia que en la URSS (de aquí el primer éxito electoral del PSOE) y que la crisis social del proyecto emancipatorio tiene más que ver con las dinámicas de acá que con el hundimiento de algo que sólo parecía apetecible para alguna gente de buena fe poco informada.
Muchas de estas transformaciones han reforzado la fragmentación social de la clase asalariada, aunque también hay cuestiones, como la de la crisis de las estructuras patriarcales o la propia escolarización, que permiten pensar que hay espacios para empezar a desarrollar un nuevo proyecto.
Clases trabajadoras segmentadas
Hace ya bastantes años que los mejores análisis sobre el mercado laboral se han basado en el enfoque de la segmentación, de la existencia de diferentes submercados laborales que se organizan de formas diferentes y que generan a su vez condiciones laborales y de vida asimismo diferenciadas. Considero que se trata de un buen enfoque útil, tanto para analizar las desigualdades existentes en materia de salarios, estabilidad laboral, sindicación, etc., como para entender la ausencia de una cultura común clasista entre la inmensa mayoría de asalariados.
Los sucesivos análisis desarrollados por estos analistas han permitido mostrar cómo los diferentes segmentos laborales están delimitados tanto por las acciones de las empresas capitalistas como por la presencia de instituciones nacionales o locales que modelan, amplifican, reducen, modifican las políticas empresariales. También se ha podido mostrar la importante interrelación existente entre la estructura de los segmentos laborales y las estructuras de género y nacionalidad presentes en todos los países. Traducido en clave política, podría entenderse que la segmentación actúa como un poderoso mecanismo de diferenciación social; aunque en su generación intervienen tanto las políticas empresariales de control y dominio de la clase trabajadora, como las respuestas de la clase obrera en demanda de mejores condiciones de empleo, con lo que el proceso no puede entenderse en clave meramente conspirativa.
Cuando se formuló la teoría, a principios de la década de los setenta, la mayor línea divisoria se producía entre empleados de las grandes empresas, con empleo estable, una cierta posibilidad de carrera interna y condiciones laborales (salarios, prestaciones complementarias, servicios de empresa) superiores al del resto de empleados de las pequeñas empresas y de los sectores dominados por una enorme inestabilidad. El predominio de las grandes empresas hacía pensar en un mercado secundario de amplitud relativamente reducida, al mismo tiempo que la importante implantación sindical en las grandes empresa auguraba una enorme capacidad de estos sectores para hegemonizar procesos sociales que acabarían beneficiando a todo el mundo.
Hoy las cosas han cambiado bastante (aunque nunca cambian del todo). Los cambios organizativos, sectoriales, tecnológicos a los que nos hemos referido anteriormente han alterado las dimensiones y las formas de operar de los distintos segmentos y, sin lugar a dudas, han ampliado el peso de los considerados «secundarios»: inestables, mal retribuidos, poco valorados socialmente… Pero, como ya he sugerido anteriormente, ello no puede traducirse en el «todo precario» que a veces piensan los activistas de izquierda. Los cambios son más complejos como resultado de la interacción de los cambios en el sistema productivo, el sector público, el sistema educativo y el de género.
Si nos atenemos a los datos estadísticos, aproximadamente el 40% de las personas con empleo ocupan actualmente puestos de trabajo de cuello blanco: directivos, profesionales, técnicos medios y administrativos. El resto son trabajadores manuales: agrícolas, de la industria, la construcción y de servicios. Entre estos últimos no todos son asalariados, pues entre ellos también figuran los autónomos de la construcción y el transporte. Estas diferencias se multiplican si atenemos: a variables de género (las mujeres se dividen entre profesionales, mayoritariamente, en el sector público y trabajadoras de servicios y administrativas en el sector privado, más alguna actividad industrial como el textil o algunos segmentos de la industria alimentaria); al tipo de empleador (público-privado, gran empresa o pequeña empresa); a la situación contractual (un tercio de empleados tiene contratos temporales, pero estos tienen mucha mayor importancia en el caso de los jóvenes y las mujeres que entre los hombres adultos). Diferencias que, asimismo, se reflejan en otros muchos factores, como el nivel de salarios, la jornada laboral, las posibilidades de carrera profesional, la estabilidad en el empleo o, como ya se ha comentado, el proceso de expulsión del mercado laboral.
El hecho de que el nivel educativo influya en las posibilidades de empleo, en particular sea la puerta de entrada para el sector público y buena parte de las actividades de empleo estable (por ejemplo la banca), refuerza la percepción de la situación laboral en términos de mérito personal más que de clase. De la misma forma que en sectores con elevada precarización del empleo, como es el caso de la construcción, trabajadores con buena experiencia laboral son capaces de obtener ingresos relativamente elevados, diferenciándose del grupo de mano de obra no profesional, crecientemente formada por inmigrados extranjeros con pocos derechos sociales.
Recomponer un proyecto social
En el momento que reviso estas notas, la crisis económica vuelve a replantear la situación y cierne graves amenazas sobre las condiciones de vida de las clases trabajadoras españolas. Muchos de los analistas que han publicado análisis en Gaceta Sindical habían detectado la fragilidad del modelo económico del país; de su difícil continuidad en el tiempo. Muchas personas preveían el desastre pero tenían poca influencia social. Ahora son los voceros de siempre, los poseedores de los mejores micrófonos y cámaras de televisión quienes se aprestan a presentarse como los agentes que van a resolver la situación, a menudo los mismos que colaboraron a provocarla. Es por esto necesario contar con ideas y propuestas que puedan hacer frente al peligro real de un desastre social de largo alcance.
Un peligro que tiene aspectos multiformes. Algunos muy tradicionales: desempleo masivo, desindustrialización, recortes de derechos sociales. Otros que tienen que ver con los «nuevos» problemas (por el momento en que se han percibido, no porque sean de naturaleza radicalmente novedosa) y líneas de fractura social: la insatisfacción con el cuidado, las tensiones étnicas, la profundización de los problemas ecológicos, las nuevas formas de inseguridad económica y desigualdad…
Evitar que estos peligros se traduzcan en un completo desastre social exige, entre otras cuestiones, recomponer una alianza social que empuje hacia soluciones y propuestas social y ecológicamente necesarias. Que acaben con el desastre que, para el desarrollo humano, han supuesto treinta años de hegemonía neoliberal. Hay en la sociedad diversas demandas sociales, en el movimiento sindical, en otros movimientos sociales, que aspiran a otras formas de organización y gestión económica; pero que requieren de elaboración y mediaciones para que se traduzcan en demandas sociales de largo alcance, para que sean capaces de implantar una nueva deriva del desarrollo social.
Una recomposición social que no puede hacerse sobre la base de la clase obrera masculina industrial, sino que debe considerar el marco más amplio de la población asalariada en torno a un proceso social alternativo. Las bases de un tal proyecto han sido, en gran parte, planteadas por movimientos sociales y pensadores alternativos. A mi entender estos procesos deben basarse en líneas básicas como:
• Profundización democrática, en términos de participación y control social en la toma de decisiones.
• Satisfacción universal de necesidades básicas, lo que no sólo supone garantizar la creación de condiciones adecuadas para que estas se garanticen, sino eliminar privilegios inaceptables.
• Igualitarismo de género y reorganización social orientada a distribuir equitativamente la carga global de trabajo, a situar el cuidado de las personas en el centro de la actividad económica y a eliminar la discriminación que padecen las mujeres en múltiples ámbitos de la vida social.
• Igualitarismo social, orientado a garantizar una situación social satisfactoria a todas las personas, con independencia de la actividad social que realicen.
Sin duda, ello supone tanto una revalorización de actividades básicas (como las realizadas por muchos trabajadores y trabajadoras manuales), como un nuevo diseño de muchos campos de la vida social: educación, organización del trabajo, etc.
• Cosmopolitismo orientado a desarrollar una convivencia realmente universal y, en el plano local, a favorecer un multiculturalismo progresista y a erradicar el clasismo étnico que asigna a determinados grupos nacionales trabajos inaceptables.
• Sostenibilidad ecológica, que exige un replanteamiento de las necesidades
técnico-productivas y la elaboración de propuestas que permitan una transición social aceptable, en términos de ofrecer alternativas a los millones de personas empleadas en actividades insostenibles.
Construir una identidad social en torno a estas cuestiones no va a ser fácil.
Y por ello conviene conocer cuáles son las líneas de separación, las contradicciones más importantes, y elaborar propuestas que ayuden a superarlas y a generar un nuevo cimiento social. A pesar de las diferencias, hay muchas circunstancias comunes entre hombres y mujeres de diferentes grupos laborales, y con ello campo para desarrollar proyectos colectivos. Pero para llegar a buen puerto se requiere insistencia y no despreciar ninguna posibilidad de mediación.
Por esto, sigo pensando que el sectarismo entre «nuevos movimientos» y organizaciones más asentadas (sindicatos, asociaciones de vecinos, etc.) es inútil, y que por mucho que los avances sean escasos, cada vez que se consigue una concreción, en términos programáticos, de movilización, etc., se da un paso importante en el camino de esta reconstrucción. Y también que la fuerza de los movimientos alternativos debe radicar en su capacidad de penetración y autoorganización de las franjas de la clase obrera que padecen en mayor medida los efectos de un inicuo modelo social. Sectores que el discurso del fin del proletariado, el carácter post-moderno de muchos movimientos sociales, el conservadurismo de los restos de la vieja izquierda y el impacto de los cambios sociales ha dejado casi desorganizados y con confusas referencias sociales. Que el poder del gran capital nos derrote quizás es inevitable, que el populismo derechista y el economicismo ramplón no sean los únicos discursos culturales que recibe el grueso de las clases trabajadoras son un deber moral y una necesidad de aquellas personas que decimos que este mundo no nos gusta. Y para ello es necesario que nos planteemos una eficaz acción capilar y un planteamiento de acción realista.
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